EL VALOR DE LA FAMILIA EN LA CARTA ENCÍCLICA
“FAMILIARIS CONSORTIO”
DEL PAPA SAN JUAN PABLO II
Descubrir la raíz que hace a la familia el lugar ideal
para forjar los valores, es una meta alcanzable y necesaria para lograr un modo
de vida más humano, que posteriormente se trasmitirá naturalmente a la sociedad
entera.
El valor de la familia va más allá de los encuentros
habituales e ineludibles, los momentos de alegría y la solución a los problemas
que cotidianamente se enfrentan. El valor nace y se desarrolla cuando cada uno
de los miembros asume con responsabilidad y alegrías el papel que le ha tocado
desempeñar en la familia, procurando el bienestar, desarrollo y felicidad de
los demás.
Es necesario reflexionar que el valor de la familia se
basa fundamentalmente en la presencia física, mental y espiritual de las
personas en el hogar, con disponibilidad al diálogo y a la convivencia,
haciendo un esfuerzo por cultivar los valores en la persona misma, y así estar
en condiciones de trasmitirlos y enseñarlos.
Por ello, lo primero que debemos resolver en una
familia es el egoísmo a la hora de vivir en esa pequeña comunidad. Puesto que,
¿quién tendrá la iniciativa de servir a los demás cuando en una familia impera
el egoísmo? No se puede pretender que los hijos entiendan que deben ayudar,
conversar y compartir tiempo con los demás, cuando los mismos padres no le dan
testimonio de esto.
Es importante recalcar que los valores se viven en casa
y se trasmiten a los demás como forma natural de vida, es decir, dando ejemplo
como se ha dicho anteriormente. Para esto es fundamental la acción de los
padres; sin embargo, aún los pequeños y jóvenes, con ese sentido común tan
característico, pueden dar verdaderas lecciones de cómo vivirlos en los más
mínimos detalles.
Por otra parte, muchas son las familias que han
encontrado en la religión y en las prácticas de piedad, una guía y soporte para
elevar su calidad de vida, ahí se forma la conciencia para vivir los valores
humanos de cara a Dios y en servicio de los semejantes. Por lo tanto, en la fe
se encuentra un motivo más elevado para formar, cuidar, y proteger a la
familia.
Pensemos que todo nuestro alrededor cambiaría y las
relaciones serían más cordiales si los seres humanos nos preocupáramos por
cultivar los valores en la familia. Cada miembro, según su edad y
circunstancias personales sería un verdadero ejemplo, un líder, capaz de
comprender y enseñar a los demás la importancia y la trascendencia que tiene
para sus vidas la vivencia de los valores, los buenos hábitos, virtudes y costumbres.
Es en este sentido, que toda familia
unida es feliz sin importar la posición económica, los valores no se compran,
se viven y se otorgan como el regalo más preciado que podemos dar. No existe la
familia perfecta, pero sí aquellas que luchan y se esfuerzan por lograrlo.
Es absolutamente necesario que se
comprenda el error de aquellos padres que se proponen darle al hijo felicidad,
como quien da un regalo. Lo más que se puede hacer es encaminarlo hacia ella,
para que él la conquiste.
Difícil, casi imposible, será después.
Cuanto menos trabajo se tomen los
padres en los primeros años, más, muchísimo más, tendrán en lo futuro.
Habitúalo, madre, a poner cada cosa en su sitio, y a realizar cada acción a su
tiempo. El orden es la primera ley de cielo. Que no esté ocioso, que lea, que
dibuje, que trabaje, que te ayude en alguna tarea, que se acostumbre a ser
atento y servicial. Deja algo en el suelo para que él lo recoja; incítalo a
limpiar, arreglar, cuidar, o componer alguna cosa, que te alcance ciertos
objetos que necesites; bríndale, en fin, las oportunidades para que emplee sus
energías, su actividad, su voluntad, y lo hará con placer.
Ante tal visión, el tema de la familia dentro de la
vida de la Iglesia, ocupa un puesto particular, a través de la evocación del
mensaje que sobre la familia nos ha dejado la carta encíclica Familiaris consortio del muy venerable y
recordado Pastor San Juan Pablo II, de feliz memoria, la cual ya cumplió 28
años de existencia y con gran vigencia en nuestros días.
La primera parte de esta carta («Luces y sombras de
la familia en la actualidad»), realiza un discernimiento sobre la situación de
la familia contemporánea, tanto a nivel general como a nivel intraeclesial.
Tras recordar que tal discernimiento arranca del Evangelio (FC n. 5), el
documento traza un ágil cuadro de algunos elementos positivos y negativos.
Como elementos positivos, enumera los siguientes:
una conciencia más viva de la libertad personal; una mayor atención a las
relaciones en el matrimonio, la promoción de la dignidad de la mujer, la
procreación responsable, la educación de los hijos; el desarrollo de relaciones
entre las familias; el reconocimiento de la misión eclesial de la familia y de
su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa (FC n. 6).
Como elementos negativos, ofrecía una enumeración
más larga, aunque ciertamente no completa: un modo equivocado de concebir la
independencia de los cónyuges entre sí; ambigüedades graves acerca de la
relación de autoridad entre padres e hijos; dificultades a la hora de
transmitir valores en familia; un número creciente de divorcios; la difusión
del aborto; el amplio recurso a la esterilización; el triunfo de una mentalidad
anticonceptiva; la falta de medios fundamentales para la subsistencia en muchas
familias del así llamado Tercer Mundo; la falta de generosidad en muchas
familias de los países más ricos frente a la perspectiva de abrirse a nuevos
nacimientos (FC n. 6).
Una de las principales causas de esta situación se
encuentra en «una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad,
concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre
el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no
raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta» (FC n. 6).
Los fenómenos anteriores tocaban la vida y la
conciencia de los fieles. Entre los bautizados eran visibles síntomas
preocupantes: «la facilidad del divorcio y el recurso a una nueva unión por
parte de los mismo fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil [...];
la celebración del matrimonio sacramento no movidos por una fe viva, sino por
otros motivos; el rechazo de las normas morales que guían y promueven el
ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio» (FC n. 7).
La FC no se limitaba al discernimiento: quería
principalmente ofrecer luz para comprender el verdadero designio de Dios
respecto del matrimonio y la familia. A partir de lo que nos ofrece la
Revelación, podemos descubrir cuál sea la fundamentación antropológica de la
institución familiar. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, está
llamado al amor, tiene como vocación profunda vivir para amar. En esta vocación
al amor se inserta la sexualidad, que no puede ser vista simplemente como algo
biológico, sino que encuentra su sentido plenamente humano «solamente cuando es
parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen
totalmente entre sí hasta la muerte» (FC n. 11).
La total donación física, posible desde la dimensión
sexual, sólo conquista su carácter plenamente humano en el matrimonio, un pacto
de amor que hace que el hombre y la mujer se acepten plenamente, de modo
definitivo, sin límites, en fidelidad. En cierto sentido, y contra la idea
equivocada de libertad que ya señalamos antes, la fidelidad conyugal no sólo no
disminuye la libertad personal, sino que «la defiende contra el subjetivismo y
relativismo, la hace partícipe de la Sabiduría creadora» (FC n. 11).
Tal verdad vale no sólo para el amor mutuo, sino
para la misma fecundidad matrimonial: ante cada hijo que nace como don, los
padres están llamados a ser signos del amor de Dios, de quien procede toda
paternidad (FC n. 14, citando Ef 3,15). En cierto modo, la apertura a la vida,
la generosidad que dispone a los esposos a la llegada del hijo, es un signo de
la acción amorosa del Dios que crea nuevas vidas con la colaboración del hombre
y de la mujer unidos a través del vínculo matrimonial (FC nn. 28-35).
Desde estas claves de comprensión, Juan Pablo II
lanzaba al inicio de la tercera parte un grito que conserva aún hoy toda su
frescura: «¡Familia, sé lo que eres!». Cuando la familia descubre qué es, puede
iniciar el camino hacia lo que debe ser, puede descubrir su misión, que consiste
en «custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación
real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la
Iglesia su esposa» (FC n. 17).
La óptica del amor permite comprender los objetivos
generales que articulan dicha encíclica, entre ellos la formación de una
comunidad de personas al servicio de la vida, participando en el desarrollo de
la sociedad y en la misión de la Iglesia.
Por último, juzguemos en qué ocupamos nuestro
tiempo como padres, en un millón de cosas para darle a nuestros hijos lo que
nunca tuvimos? (lujos, ropa de marca, dinero, etc…) o en tiempo y dedicación en
el hogar para darle lo que sí tuvimos (respeto, valores, temor a Dios).
Sólo en el equilibrio de las cosas se encuentra la
virtud, no coloquemos nada por encima de la familia. Toda familia unida es feliz sin
importar la posición económica, los valores humanos no se compran, se viven y
se otorgan como el regalo más preciado que podemos dar. No existe la familia
perfecta, pero si aquellas que luchan y se esfuerzan por lograrlo.
Pbro. Juan Carlos Gómez Yanez