domingo, 26 de octubre de 2014

LA PARÁBOLA DEL BUEN CATEQUISTA (Lc. 10, 25-37)

LA PARÁBOLA DEL BUEN CATEQUISTA (Lc. 10, 25-37)

Adaptación por el Pbro. Juan Carlos Gómez Yanez

En aquel tiempo, el Señor Jesús estaba a la puerta de un lujoso hotel donde se desarrollaba un Congreso sobre: “La Catequesis y su Impacto en la Sociedad”. Y sucedió que, habiendo terminado las conferencias de ese día, comenzaron a salir los expertos e invitados especiales. Jesús reía de buena gana con tres niños que bailoteaban a su alrededor ante el disgusto de algunos de sus discípulos.

Entonces, un doctor en Sagrada Teología, que reconoció a Jesús, decidió ponerlo a prueba, un poco por curiosidad y otro poco por vanidad ante sus colegas.

Así, se acercó a Jesús y le dijo:

― “Maestro, ¿qué tengo que hacer para ser un buen catequista?”

Jesús le preguntó, a su vez:

― “¿Qué está escrito en los libros de Sagrada Teología y Catequética que lees?”.

― “Respeta la etapa evolutiva del niño, incentiva en el niño el deseo de aprender y conocer a Dios, y acompaña al niño con justicia y amor” – recitó el doctor en Sagrada Teología, provocando un murmullo de aprobación de los presentes.

― “Has respondido muy bien” – le dijo Jesús –, “obra así y alcanzarás la vida eterna por el camino de la Iniciación Cristiana”.

Pero el doctor en Teología, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta:

― “¿Y cómo debe catequizar un Buen Catequista?”.

Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió:

Un joven asistió a la catequesis de su parroquia durante algún tiempo, los días pasaban y el joven solo veía crecer dentro sí, una sensación de agobio y extrañeza ante todas las propuestas que se le hicieran. El vínculo con sus catequistas se deterioraba día a día, ya sea por la falta de sentido en las ofertas que se le hacían, ya sea por la dificultad enorme que enfrentaba cada vez que se le hablaba “sobre cuestiones sobrenaturales” o por lo desconectado que le resultaba el ambiente de la catequesis con respecto a su realidad familiar y cotidiana.

Un día se cansó de estar encerrado entre esas cuatro paredes, se cansó de los gestos que muchas veces solo lo humillaban, se cansó de tantas palabras que le auguraban un futuro luminoso que, sin embargo, ignoraban la oscuridad de su presente, se cansó también de esas dinámicas que le negaban protagonismo, se cansó de una catequesis presentada como una clase más con tareas y exámenes por aprobar. Entonces salió de allí, se colocó los audífonos de su IPod, se dispuso a pasar el tiempo haciendo nada y, aturdido, como herido de muerte en su esperanza, se sentó al costado de la vida… su vida… a verla morir de a poco.

Ocurrió entonces que pasaron dos altos Sacerdotes de la Curia Romana y comentaron casi al unísono:

― “¡Cuántos niños desaprovechan su tiempo!, en este país donde la igualdad de posibilidades es un hecho, esta gente es una afrenta. Muy mal hace este panorama a nuestras estadísticas de formación católica”.

Y mirando al joven lo recriminaron diciéndole:

― “¡Deja ya de aturdirte! Buscaremos en algún momento alguna norma que atienda tu caso, pero mientras tanto, como sea, debes regresar a la catequesis”.

El joven, por supuesto, no escuchaba, pero comprendió por la adultez de sus rostros que lo estaban retando, se recostó sobre la vereda y cerró sus ojos.

Los dos sacerdotes prosiguieron su camino rápidamente, sin advertir que tras ellos venían tres catequistas que acababan de terminar su diplomado de capacitación sobre problemática socio-catequética y educativa en contextos de exclusión para la Iglesia en América Latina.

Al ver al chico y su actitud de abandono, comentó uno de ellos:

― “Típica consecuencia de un sistema de catequesis que excluye a los jóvenes, no se hace más que replicar las dinámicas típicas del sistema, victimizando a las clases marginales” dijo el primero.

― “Así es, la iniciación cristiana otorga significado a la cultura dominante, aumentando la brecha ante los oprimidos, que abandonan la catequesis porque no hallan en ella los valores de su propia cultura popular”, completó el segundo, sin tomarse un respiro (tal era la sobrecarga de ansiedad que le provocaba poder expresar con tanta claridad su comprensión del hecho que observaba).

El tercero, no sólo asintió a lo dicho, sino que se sintió obligado a agregar:

― “...lo que provoca un deterioro en la fe que, a su vez, genera una crisis de identidad… ¡todo un problema complejo hermanos catequistas!”.

Satisfechos por poder explicar la situación de este joven devenido en objeto de estudio, prosiguieron su marcha.

Al rato, pasó por allí una catequista, que casi se tropieza con el cuerpo del muchacho. Venía ensimismada, recordando que la Hermana directora de la escuela de Catequesis de su parroquia, donde servía hasta doble turno, le había llamado la atención por el atraso en la entrega de sus planificaciones para el itinerario de catequesis de la parroquia. Además, grave error, no había elaborado las expectativas de logro, concordantes con el Proyecto Catequético para dicho período, el cual estaba acordado en reunión con los Padres más lúcidos de la Comunidad Eclesiástica. En la prolija carpeta, donde tan importante documento se guardaba para mostrar al Sacerdote encargado de la Catequesis a nivel diocesano, apenas visitara la parroquia, sólo faltaba su aporte.

De nada sirvió que dedicara tiempo extra a Ricardito, que, con sus 12 años, se hacía cargo de tres hermanos más pequeños mientras la mamá trabaja de mucama para mantener el hogar. De nada sirvió que entregara un proyecto de trabajo solidario para colaborar junto a sus catequizandos con un comedor comunitario que se estaba armando en la Parroquia del barrio.

Su primera reacción, ante el joven tirado en la vereda, fue de perplejidad. Sintió que no tenía una respuesta adecuada para él. Le pasaba esto a menudo; por eso le gustaba ser catequista. La perplejidad la impulsaba a aprender. Se sentó al lado del joven, le retiró el auricular de la oreja izquierda y se dispuso a escuchar la misma música que él, a través de su oído derecho.

El final de la canción fue la ocasión para que nuestra catequista, le extendiera su mano al joven; lo miró en silencio y con un ademán lo invitó a caminar. La sencillez del gesto y la serenidad de la mirada vencieron toda resistencia. Eran muchas las heridas que habían dejado en el alma de aquel joven aquellos que le robaron la ilusión y la fe, así que la catequista, tuvo que cargarlo sobre su propia esperanza. Comenzó a explicarle cuál era su razón de vivir, los valores que daban sentido a su existencia, bastante complicada por cierto y descubrió la enorme potencia que tenía la pedagogía de la ternura puesta en juego en este encuentro con el joven.

El joven, que había comenzado a caminar con apatía, poco a poco sintió que ardía su corazón al escuchar las palabras de esta catequista. Paulatinamente se alejaron de las calles céntricas y el suburbio los atrapó en un abrazo de sol de tardecita, calles de barro, olorcito a pan caliente, oración en comunidad y sonidos de encuentro fraterno del pueblo.

Al llegar a una encrucijada de caminos se encontraron con una escuela de catequesis parroquial. La catequista conversó con los encargados de la misma y les dijo antes de partir:

― “Tengan con él un poco de paciencia, porque su alegría todavía está convaleciente, su esperanza aún está cicatrizando, por lo tanto, sus deseos de conocer y amar a Dios, sólo hablan en voz baja. Enséñenle con ternura, ayúdenlo a descubrir su propio poder, ese que brota de lo hondo de la fe que el Señor nos regala a cada uno de manera única y, si algo no entendiera, cuando vuelva yo a pasar se lo explicaré personalmente”.

Terminado el relato, Jesús le preguntó al doctor en Teología,

― “¿Quién te parece que se comportó como Buen Catequista del joven herido?”.

El doctor contestó:

― “La Catequista que pasó en último término. Supo hacerle compañía, le regaló primero su silencio y luego su palabra, y entabló con él un compromiso: compartir la esperanza por medio de la fe y la caridad”.

Y Jesús le dijo:

― “Ve y procede tú de la misma manera”.

FIN.

Creo que lo que no se le puede perdonar a un catequista es el desamor por sus catequizandos y por su Iglesia. Cuando se ama, se hace lo necesario y más”.

“Pbro. Juan Carlos Gómez Yanez”

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