domingo, 26 de octubre de 2014

EL VALOR DE LA FAMILIA EN LA CARTA ENCÍCLICA “FAMILIARIS CONSORTIO” DEL PAPA SAN JUAN PABLO II

EL VALOR DE LA FAMILIA EN LA CARTA ENCÍCLICA “FAMILIARIS CONSORTIO”
DEL PAPA SAN JUAN PABLO II

Descubrir la raíz que hace a la familia el lugar ideal para forjar los valores, es una meta alcanzable y necesaria para lograr un modo de vida más humano, que posteriormente se trasmitirá naturalmente a la sociedad entera.
El valor de la familia va más allá de los encuentros habituales e ineludibles, los momentos de alegría y la solución a los problemas que cotidianamente se enfrentan. El valor nace y se desarrolla cuando cada uno de los miembros asume con responsabilidad y alegrías el papel que le ha tocado desempeñar en la familia, procurando el bienestar, desarrollo y felicidad de los demás.
Es necesario reflexionar que el valor de la familia se basa fundamentalmente en la presencia física, mental y espiritual de las personas en el hogar, con disponibilidad al diálogo y a la convivencia, haciendo un esfuerzo por cultivar los valores en la persona misma, y así estar en condiciones de trasmitirlos y enseñarlos.
Por ello, lo primero que debemos resolver en una familia es el egoísmo a la hora de vivir en esa pequeña comunidad. Puesto que, ¿quién tendrá la iniciativa de servir a los demás cuando en una familia impera el egoísmo? No se puede pretender que los hijos entiendan que deben ayudar, conversar y compartir tiempo con los demás, cuando los mismos padres no le dan testimonio de esto.
Es importante recalcar que los valores se viven en casa y se trasmiten a los demás como forma natural de vida, es decir, dando ejemplo como se ha dicho anteriormente. Para esto es fundamental la acción de los padres; sin embargo, aún los pequeños y jóvenes, con ese sentido común tan característico, pueden dar verdaderas lecciones de cómo vivirlos en los más mínimos detalles.
Por otra parte, muchas son las familias que han encontrado en la religión y en las prácticas de piedad, una guía y soporte para elevar su calidad de vida, ahí se forma la conciencia para vivir los valores humanos de cara a Dios y en servicio de los semejantes. Por lo tanto, en la fe se encuentra un motivo más elevado para formar, cuidar, y proteger a la familia.
Pensemos que todo nuestro alrededor cambiaría y las relaciones serían más cordiales si los seres humanos nos preocupáramos por cultivar los valores en la familia. Cada miembro, según su edad y circunstancias personales sería un verdadero ejemplo, un líder, capaz de comprender y enseñar a los demás la importancia y la trascendencia que tiene para sus vidas la vivencia de los valores, los buenos hábitos, virtudes y costumbres.
Es en este sentido, que toda familia unida es feliz sin importar la posición económica, los valores no se compran, se viven y se otorgan como el regalo más preciado que podemos dar. No existe la familia perfecta, pero sí aquellas que luchan y se esfuerzan por lograrlo.
Es absolutamente necesario que se comprenda el error de aquellos padres que se proponen darle al hijo felicidad, como quien da un regalo. Lo más que se puede hacer es encaminarlo hacia ella, para que él la conquiste.
Difícil, casi imposible, será después.
Cuanto menos trabajo se tomen los padres en los primeros años, más, muchísimo más, tendrán en lo futuro. Habitúalo, madre, a poner cada cosa en su sitio, y a realizar cada acción a su tiempo. El orden es la primera ley de cielo. Que no esté ocioso, que lea, que dibuje, que trabaje, que te ayude en alguna tarea, que se acostumbre a ser atento y servicial. Deja algo en el suelo para que él lo recoja; incítalo a limpiar, arreglar, cuidar, o componer alguna cosa, que te alcance ciertos objetos que necesites; bríndale, en fin, las oportunidades para que emplee sus energías, su actividad, su voluntad, y lo hará con placer.
Ante tal visión, el tema de la familia dentro de la vida de la Iglesia, ocupa un puesto particular, a través de la evocación del mensaje que sobre la familia nos ha dejado la carta encíclica Familiaris consortio del muy venerable y recordado Pastor San Juan Pablo II, de feliz memoria, la cual ya cumplió 28 años de existencia y con gran vigencia en nuestros días.
La primera parte de esta carta («Luces y sombras de la familia en la actualidad»), realiza un discernimiento sobre la situación de la familia contemporánea, tanto a nivel general como a nivel intraeclesial. Tras recordar que tal discernimiento arranca del Evangelio (FC n. 5), el documento traza un ágil cuadro de algunos elementos positivos y negativos.
Como elementos positivos, enumera los siguientes: una conciencia más viva de la libertad personal; una mayor atención a las relaciones en el matrimonio, la promoción de la dignidad de la mujer, la procreación responsable, la educación de los hijos; el desarrollo de relaciones entre las familias; el reconocimiento de la misión eclesial de la familia y de su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa (FC n. 6).
Como elementos negativos, ofrecía una enumeración más larga, aunque ciertamente no completa: un modo equivocado de concebir la independencia de los cónyuges entre sí; ambigüedades graves acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos; dificultades a la hora de transmitir valores en familia; un número creciente de divorcios; la difusión del aborto; el amplio recurso a la esterilización; el triunfo de una mentalidad anticonceptiva; la falta de medios fundamentales para la subsistencia en muchas familias del así llamado Tercer Mundo; la falta de generosidad en muchas familias de los países más ricos frente a la perspectiva de abrirse a nuevos nacimientos (FC n. 6).
Una de las principales causas de esta situación se encuentra en «una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta» (FC n. 6).
Los fenómenos anteriores tocaban la vida y la conciencia de los fieles. Entre los bautizados eran visibles síntomas preocupantes: «la facilidad del divorcio y el recurso a una nueva unión por parte de los mismo fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil [...]; la celebración del matrimonio sacramento no movidos por una fe viva, sino por otros motivos; el rechazo de las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio» (FC n. 7).
La FC no se limitaba al discernimiento: quería principalmente ofrecer luz para comprender el verdadero designio de Dios respecto del matrimonio y la familia. A partir de lo que nos ofrece la Revelación, podemos descubrir cuál sea la fundamentación antropológica de la institución familiar. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, está llamado al amor, tiene como vocación profunda vivir para amar. En esta vocación al amor se inserta la sexualidad, que no puede ser vista simplemente como algo biológico, sino que encuentra su sentido plenamente humano «solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte» (FC n. 11).
La total donación física, posible desde la dimensión sexual, sólo conquista su carácter plenamente humano en el matrimonio, un pacto de amor que hace que el hombre y la mujer se acepten plenamente, de modo definitivo, sin límites, en fidelidad. En cierto sentido, y contra la idea equivocada de libertad que ya señalamos antes, la fidelidad conyugal no sólo no disminuye la libertad personal, sino que «la defiende contra el subjetivismo y relativismo, la hace partícipe de la Sabiduría creadora» (FC n. 11).
Tal verdad vale no sólo para el amor mutuo, sino para la misma fecundidad matrimonial: ante cada hijo que nace como don, los padres están llamados a ser signos del amor de Dios, de quien procede toda paternidad (FC n. 14, citando Ef 3,15). En cierto modo, la apertura a la vida, la generosidad que dispone a los esposos a la llegada del hijo, es un signo de la acción amorosa del Dios que crea nuevas vidas con la colaboración del hombre y de la mujer unidos a través del vínculo matrimonial (FC nn. 28-35).
Desde estas claves de comprensión, Juan Pablo II lanzaba al inicio de la tercera parte un grito que conserva aún hoy toda su frescura: «¡Familia, sé lo que eres!». Cuando la familia descubre qué es, puede iniciar el camino hacia lo que debe ser, puede descubrir su misión, que consiste en «custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa» (FC n. 17).
La óptica del amor permite comprender los objetivos generales que articulan dicha encíclica, entre ellos la formación de una comunidad de personas al servicio de la vida, participando en el desarrollo de la sociedad y en la misión de la Iglesia.
Por último, juzguemos en qué ocupamos nuestro tiempo como padres, en un millón de cosas para darle a nuestros hijos lo que nunca tuvimos? (lujos, ropa de marca, dinero, etc…) o en tiempo y dedicación en el hogar para darle lo que sí tuvimos (respeto, valores, temor a Dios).

Sólo en el equilibrio de las cosas se encuentra la virtud, no coloquemos nada por encima de la familia. Toda familia unida es feliz sin importar la posición económica, los valores humanos no se compran, se viven y se otorgan como el regalo más preciado que podemos dar. No existe la familia perfecta, pero si aquellas que luchan y se esfuerzan por lograrlo.

Pbro. Juan Carlos Gómez Yanez

No hay comentarios:

Publicar un comentario